El rumor de que en Crantock ocurría algo que escapaba a la razón y a la naturaleza siempre se mantuvo vivo entre sus habitantes. Pero era tan apacible y generosa la vida en aquel lejano valle del sur, que nada hacía esperar el curioso final que tuvo el pueblo de Crantock, esa horrenda tarde de enero.
Era un lugar cuya belleza difícilmente olvidaban quienes alguna vez lo vieron, en medio de ese profundo valle. En uno de sus extremos se erguía el Perimontu, con sus cúspides eternamente nevadas. A sus pies la región se extendía verde y esplendorosa, dividida por el río que bajaba serpenteando entre los bosques para atravesar el pueblo y los prados y perderse, otra vez, en la hondura de la vegetación. Las casas, como una breve pausa de grises en el medio del valle, se amontonaban hacia el centro y se esparcían, cada vez más distanciadas, hasta confundirse con las granjas, en las afueras. A su alrededor se veían sembradíos, pequeños e irregulares, que desde la altura semejaban retazos de telas verdes unidos por costuras de piedra.
Crantock había sido fundado en 1928, cuando un grupo de inmigrantes escoceses descubrió aquel paisaje que evocaba su tierra de origen. Entonces construyeron las primeras casas con las piedras de la zona e hicieron los primeros cultivos. Y en muy poco tiempo se transformó en lo que después sería: un lugar bello, próspero y tranquilo.
Pero cuando la última luz del día se apagaba, cuando las calles y los jardines quedaban desiertos y en el bosque sólo se oía el grito de la lechuza, algo secreto irrumpía en el silencio de la noche, en cualquier rincón del valle, sin que nada lo anunciase, como sobreviene lo oculto, lo que no se puede comprender.
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